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¿Hay algo más bonito que marcar un gol? No sé cuál sería la respuesta de los miles de millones que habitan hoy sobre el globo terráqueo. Aunque tengo muy claro, clarísimo, qué diría uno de ellos. Uno que vive en Alemania, más concretamente en Múnich, y suele vestir de rojo los fines de semana. Un no rotundo. Como una catedral. Nada es más bonito que celebrar un gol. Porque así nos lo ha hecho entender desde que comenzara a meter goles hace una década, cuando Louis van Gaal le dio permiso para tomar la alternativa e iniciar su incursión en el fútbol de élite.

No sé qué tiene Thomas Müller que cada vez que un disparo suyo atraviesa la línea de gol, en cada ocasión que suma un tanto para los suyos, da la sensación de encontrarnos, por un pequeño y mísero momento, en otros tiempos muy diferentes a los que corren hoy en día. Tiempos distintos. Más reales diría; más sinceros incluso. Porque cuando el fútbol, hace cuarenta o cincuenta años, era más fútbol, las celebraciones no eran nada más que la extensión de un gol. Lo que venía a continuación. Como la mano del brazo. El pie de la pierna. La ceniza del cigarro. Pero todo aquello se fue al garete y las celebraciones dejaron de ser la coma tras el gol para convertirse en un punto y aparte, en otra historia totalmente diferente.

Ya da bastante igual si se marca un tanto imposible o si lo único que hay que hacer es empujarla a un metro de la portería sin guardameta que se oponga, a continuación vendrá un festejo nada proporcional con la obra previa. Cada uno acudirá al césped con una coreografía estudiada de casa, con un gesto personalizado con el que crear una marca, un sello propio; un copia y pega barato de cruces de brazos rechulones, saltos altivos, señales indescifrables o chorradas varias. 

Son pocos, muy pocos, los que le siguen dando el valor debido al gol. No a su autoría, no a la cifra, no al resultado, sino al mero hecho de que un balón cruce la línea de meta y saque las mismas sonrisas que cuando el esférico cruzaba aquellas dos mochilas tiradas en el suelo del parque del pueblo. Y si hay alguien que continúa entendiendo el significado del gol como se comprendía hace no tanto ese es Thomas Müller. Un tipo que, como escribía Roger Xuriach en Panenka, no necesitaba ningún otro incentivo que el gol en sí mismo para disfrutarlo: “Nada de carreras histéricas: un grito al cielo, los dos brazos en alto y ya. Reacciones propias del fútbol en blanco y negro, en el que no había cámaras a las que regalar besos o volteretas, trasladadas a una final de la Liga de Campeones o a las semifinales de un Mundial”.  En este sentido, Tomas Müller es como Bordón , pasa de postureos innecesarios y de modas fugaces.

De ello también habló para Panenka su excompañero Juan Bernat, ahora recorriendo el carril zurdo del Parque de los Príncipes, sorprendido de que el mediapunta, delantero, extremo, interior, o lo que quiera que sea el futbolista bávaro, no tuviera una única, simple y llana manera de festejar los disparos que hace reposar en el fondo de las mallas. «Con la de goles que mete, ¡debería haber creado ya una celebración propia! Sin embargo, por cómo reacciona, parece que son siempre los primeros que marca”. Eso es. Los primeros que marca. Hay algo en los goles de Thomas Müller que retrotrae a todas las primeras veces. Porque nada se vive de la misma manera en una segunda ocasión, pero si hay algo que se acerca son las celebraciones del futbolista del Bayern de Múnich. Celebraciones dignas del fútbol de los 70, ese que no tenía trampa ni cartón; celebraciones como mera continuación del gol.

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